Científicos Futuristas

Los Científicos del Futuro queremos que vosotros, habitantes de nuestro pasado, recuperéis en vuestro presente toda la dispersa y denostada obra del siempre iconoclasta Juan sin Credo

sábado, 9 de abril de 2011

UN BOBO HACE CIENTO (CRÍTICA)


LA BUTACA NIHILISTA


EL EFECTO TORRENTE


Corrían las maltrechas hojas de un calendario que se acercaba exhausto a diez días del final del invierno con una amarga efeméride de 191 muertos en varios trenes masacrados. Desafortunadamente, a veces, las fechas se alían en una espiral de tragedia sobre tragedia y de cara al año que viene tocará celebrar las víctimas del seísmo en Fukushima; punto en la geografía mundial que nos ha servido para despertar nuestra conciencia sobre los peligros del pánico nuclear.

Tras estas noticias en los rotativos recientes de la más fresca actualidad se escondía en la agenda cultural el estreno cinematográfico más esperado de toda la temporada, que ha arrasado en las taquillas durante tres semanas consecutivas, Torrente IV. Nada tengo que añadir al gusto tan deteriorado que tiene el público en esta decadente Piel de toro. Sin embargo, sí me parece más alarmante el contagio que sufren otras producciones culturales a la sombra de esta visión cutre de la realidad.


La tercera puesta en escena de abono de la temporada en el Clásico colgaba un gran cartel con Juan Carlos Pérez de la Fuente en la dirección, Richard Cenier en la escenografía, Javier Artiñao como diseñador del vestuario, Alicia Lázaro en la composición musical y Beatriz Argüello, Muriel Sánchez, Daniel Albadalejo, Francisco Rojas o Arturo Querejeta, entre otros, como principales actores. Bien es cierto que llegaba a la butaca tras una semana intensa de esforzado trabajo por diferentes motivos pero aquello que vieron mis ojos no tenía forma ninguna de mostrar una visión completa de conjunto.


El propio director ya avisa en el cuaderno pedagógico editado por el Ministerio que el montaje es arriesgado, además tiene la desfachatez de decir, en estos tiempos difíciles, la siguiente afirmación: “Si lo público no arriesga, no lo puede hacer un empresario privado” No señor mío, no se equivoque, con el dinero de todos no se juega y menos cuando casi no queda o se malgasta en estupideces similares a la Marcha del Orgullo o la visita del Pontífice.


Y no es que lo diga yo, que por lo menos aguanté hasta el final aferrado con espanto a mi localidad, sino que se lo digan a las, por lo menos, veinte personas que abandonaron la sala antes de finalizar la función. Jamás antes, y ya llevo cinco años yendo ininterrumpidamente al Clásico, había sucedido que los espectadores se marchasen en la oscuridad del patio de butacas huyendo del esperpento de las tablas.


En tanto que el vestuario es un alarde de preciosismo, el decorado celebra el trabajo carpintero de las ciento cincuenta casas madrileñas a escala o la música en directo de la percusión, el fagot o el clarinete revive la Marcha de Granaderos, embrión del himno nacional, la puesta en escena naufraga estrepitosamente al ponderarse sin límite los recursos del disparate, la tontería y la estupidez muy relacionados con el éxito casposo de Torrente pero difícilmente admisible por el público del Clásico un día de abono.

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