Científicos Futuristas

Los Científicos del Futuro queremos que vosotros, habitantes de nuestro pasado, recuperéis en vuestro presente toda la dispersa y denostada obra del siempre iconoclasta Juan sin Credo

sábado, 25 de diciembre de 2010

El recio orgullo de la villanía

La butaca nihilista
Vista la trayectoria de los nuevos tiempos que corren, a los que la Casa de Abascal no les va a la zaga, el siempre discreto de su ilustre Secretario, el buen Joan Sermo, me había hecho llegar, vía correo electrónico, la última algarada del Conde animándonos a asistir al Teatro Pavón, sede privada, y ya decana, de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, aunque el mensaje principal de la obra representada, atentará frontalmente contra los principios básicos de su clase aristocrática: ¡¡ una jurisdicción única para todos!!

De ahí la lectura democrática, pero no populista, de su fina inteligencia. El conde de Abascal, con sus elogiosas palabras, da muestras de un sabio aprecio por el trabajo bien hecho, incluso el realizado por un tosco villano que emplea el sudor de sus manos para acumular una rica hacienda.

No obstante, para la temporada 2010-11 ya había obtenido, previamente, el abono. Un hijo de algo hispánico tiene que premiar con su fidelidad el patrimonio cultural que pone en escena los vicios y las virtudes de sus ancestros y qué mejor reflejo para reforzarlas que contemplarlas en los personajes eternos de nuestro excelente teatro clásico.
El alcalde de Zalamea, del gran Calderón, pertenece a ese selecto puñado de obras que han convertido el teatro español en un paradigma de la inmortalidad de algunas de las características principales de la raza hispana. Éstas son el honor y el anhelo de justicia.
Desgraciadamente, y por culpa de un exacerbado culto al becerro de oro, se han ido perdiendo, paulatinamente, dichas cualidades y son un sinfín de politicuelos y de podridos empresarios los que campan a sus anchas sin que aparezca el menor movimiento de indignación por parte de una ciudadanía cautiva a los grandes acontecimientos de la ínfima épica deportiva que tan bien distraen la atención. Por no hablar de la búsqueda de una cabeza de turco, presa y diana del vilipendio de los usuarios aeroportuarios, mientras se debate la reforma de las pensiones para los trabajadores, exceptuándose la vitalicia de los diputados que con sólo siete años de escaño se la llevan completa en las alforjas.

Me tendrán que disculpar, mis queridos y únicos lectores, pero es que la situación general anima a vocear desde todos los ámbitos un cambio social, una justicia para todos. Al menos Lorenzo Caprile rebuscó en los amplios desvanes de la Compañía los fabulosos trajes que se lucen durante la función.

El duelo dialéctico de réplicas y contrarréplicas entre Joaquín Notario, en el papel de Pedro Crespo, y José Luis Alonso, representando a Don Lope de Figueroa son memorables, dignas de un combate de pugilato entre dos pesos pesados. Del mismo modo, la escena del soliloquio de Isabel, a la que da vida la espléndida Eva Rufo, al inicio del tercer acto, es un canto a la desgracia del ultraje sometido por la arrogancia de los más fuertes; una pasión que desborda los límites de un parlamento muy criticado en su día por Menéndez Pelayo por su alto grado de retórica literaria. Eva Rufo sabe trasmitir una esencia íntima de sensibilidad femenina y conmueve sentimentalmente al espectador con la tragedia que se le avecina al haber perdido su honra a manos del prepotente capitán don Álvaro de Ataide, interpretado por Ernesto Arias.

La escenografía es, igualmente sobria, muy del gusto conceptual y abstracto al que nos tiene acostumbrados Eduardo Vasco, como así pudimos observar tanto en La Estrella de Sevilla como en La moza de cántaro. La encargada para la ocasión es Carolina González, que hace uso de un par de muros de madera, color nogal, en suspensión, para crear los diferentes espacios de la obra, la casa de Pedro y el pueblo de Zalamea de la Serena, aparte de los cinco líneas verticales, también de madera, que forman pasillos al fondo, y sirven para dar cobijo al soliloquio de Eva Rufo, en las afueras del pueblo.

Mención especial en este escenario casi desnudo tiene la iluminación, realizada por Miguel Ángel Camacho, que es capaz de crear los planos básicos de la acción, como, por ejemplo, en la escena del bosque, que con los toques en tono ámbar, rojizo y anaranjado pretende simbolizar los árboles, y, también crea los ambientes necesarios y cierta sensación e impresión de lugar, así sucede en esa misma escena que se consigue la impresión de exterior con la entrada de luz asemejando la de la luna llena.

En resumidas cuentas, un clásico muy clásico que triunfará por todas las plazas de España en donde se represente. Un buen texto, unos buenos actores y una mejor puesta en escena garantizan el éxito para que todos los aficionados a nuestro teatro áureo disfruten con esta pieza de nobleza bizarra del castizo sentimiento de unos antepasados que se estarán frotando los ojos de vergüenza, allí donde estén, por culpa de este inmovilismo enfermizo que nos va a llevar a la quiebra estructural de una sociedad apática y egoísta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario